La bola cayó con un golpe seco en
medio del corral. Marcelina la recogió y con picardía la metió en su delantal, mientras
maquinalmente ahuecaba con gracia su ondulado cabello castaño. Sabía que no
tardaría en aparecer uno de los mozos buscándola para proseguir el juego en el
frontón. Tuvo suerte porque fue Abdón quien venía, sudoroso y jadeante. Sus
miradas, negra noche la de él, suave amanecer la de ella, se encontraron
quedando ambos mudos durante un instante infinito.
— ¿No habrás visto una pelota?
—Pues No. Pero podrías pasarte luego, por si apareciera.
Continuaba con sus quehaceres cuando Antonio, el de la hacienda más rica del
pueblo, la llamó. Volvió con desgana sobre sus pasos. Él azorado y compungido,
con apariencia aún más boba de lo habitual, le dijo:
—Marcelina, yo… mi madre… no podemos volver a vernos.
—Antoñito no te preocupes tanto, ¿quién te había dicho que tenía yo
intención de volver a verte? ni a ti, ni a tu madre, ni a nadie de tu familia.
Se dio media vuelta, la cabeza alta sostenida por la rabia y una ilusión
creciendo en su interior, al acariciar la pelota de cuero que todavía escondía
en el bolsillo.
Relato para Esta Noche te Cuento
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