Olimpia
se deja acomodar feliz en el autobús. No para de enseñar la medalla al resto de
viajeros, algunos ya la conocen y la saludan complacidos, otros con mal
disimulo le dirigen una sonrisa forzada y evitan el metal lleno de babas. De
vez en cuando mira a su madre y le hace volar una mueca de beso, con la mirada
torcida y una risilla de medio lado. Entonces a ella el orgullo se le desborda
por los ojos, la pena también.
Un día más en ese bucle interminable, vuelven a
casa después de que Olimpia consiguiera de nuevo batir su récord. Esta vez ha
logrado bracear las tres cuartas partes de la piscina, entre continuos amagos de
desaparecer bajo el agua y el esfuerzo sobrehumano para no bajar de la grada y
ahorrar a su hija ese sufrimiento.
Ya
caída la noche Olimpia aferrada a su medalla, se duerme agotada. Su madre se la
quita muy despacio, la limpia un poco y la vuelve a meter en la mochila, para
que al día siguiente la reciba como si fuera la primera vez.
Asun©5 de agosto de 2016
Imagen cogida de la red
Una historia muy entrañable y tierna. Abrazos
ResponderEliminarAsí es Esther, al margen de la lucha diaria, estos niños desprenden mucha ternura.
EliminarUn beso