Como cada noche a punto
de comenzar llaman a su puerta. Pegado a la pared, queriéndose fundir con ella, tiembla. Le ocurre
siempre antes de cada función. Minutos después llaman de nuevo, ahora ya con
insistencia. Durante una milésima de segundo observa su cara en el espejo.
Rostro de niño, ¿Soy yo? Cierra los ojos, se separa ágilmente, asiendo la barra
que instalaron a instancia suya en el camerino, único capricho de un genio que
no sabe que lo es. Respira hondo e improvisa un arabesque. Bien definido,
piensa. Se quiere perfecto, pero duda. Vuelve a respirar y sonríe. Repasa su
pelo, se ajusta las zapatillas. Un brisé de volé, brisa voladora que recuerda a
sus profesores, humilde les pide mentalmente perdón por sus errores.
Ya está listo.
Sale del camerino y es llevado como en
volandas por sus compañeras, que corretean en balancé a su lado.
Un atronador sonido se apodera del teatro,
la ovación parece no tener fin, hasta que deja paso a suaves acordes de flauta.
Un solo foco enciende la soledad de la pequeña figura que reina en el escenario
y un solo pensamiento se adueña de todos los presentes.