La llegada del otoño es siempre para mi, repentina e inesperada. Algo totalmente ilógico, pues desde la más tierna infancia hemos aprendido las estaciones de año: Primavera, Verano, Otoño e Invierno.
Pero es inevitable, de repente un día me levanto con una oscuridad inusual, es la hora de todos los días y aún no ha amanecido. Y los árboles del parquecillo de enfrente de casa se mueven en una danza alocada muy distinta a esa perezosa quietud a la que me habían acostumbrado durante la canícula.
Salgo a la calle y mis pies todavía casi descalzos en las sandalias veraniegas, notan una desagradable humedad, ha empezado a caer una mansa lluvia, mansa pero fría, y sus gotitas se clavan como diminutos alfileres en la piel, que añora la calidez del sol y su caricia festiva.
A media mañana, compruebo que no solo se ha nublado el día, sino mi ánimo, parecen haberse apagado las luces de la fiesta, y los ecos de las risas despreocupadas y veraniegas, son ya solo ecos.
El alma se encoje un poquito sobre sí misma y suspira satisfecha, ya ha aceptado el encuentro con la sosegada tranquilidad, un poquito melancólica, que le trae la nueva estación. Y se despereza respirando el aire fresco inundado de nuevos olores, a lejanas tierras mojadas, y se abre a nuevos sonidos, los de hojas que caen lentamente y crujen bajo pisadas rápidas.
La llegada del otoño, es siempre para mi repentina e inesperada, pero es como la vuelta a casa después de largos meses de viaje, no recordabas lo mucho que te gusta estar allí, pero cuando has llegado no sabes como pudiste estar lejos. Igual que la llegada del otoño, no recordaba sus sensaciones, pero en cuanto me envuelven, se cuanto las echaba de menos.
Asun© 26 de septiembre de 2012