El tren aminoraba su marcha, las vías se
estrechaban cada vez más, para terminar en un gélido anden. Sonrió, por un
momento, pero se contuvo al ver el semblante serio de su padre, y los ojos de
su madre, siempre chispeantes y llenos de vida, hoy nublados como el día.
Su padre se equivocaba, pero aunque
se equivocaba, tenía razón.
Se equivocaba al decir que ella no podría
imaginar el dolor que sintió su madre cuando supo que estaba todo el día en el
hospital, suponiéndola enferma. Tan gravemente enferma, como para abandonar sus
estudios en la universidad. Tan fatalmente enferma que no había sabido como
contárselo a ellos, sus padres.
Y tenía razón, al tacharla de inconsciente,
de egoísta, de irresponsable y de todos los demás adjetivos que su desahogo
hacía brotar desde el fondo du su corazón.
Seguían en el andén, clavados en
el frío granito, helado en aquella mañana de diciembre. La maleta a su lado, y
su madre enfrente, con sus preciosos ojos claros navegando en un mar que
luchaba por salir. Ahora la pregunta que le martilleaba en su mente no era ya
la de ¿Cómo se lo voy a contar?, sino ¿Cómo he podido no habérselo contado?
Y mientras, en el aire flotaba el eco de
las últimas palabras de su padre:
- Tu madre y yo pensando que te
morías y tú haciendo el payaso en el hospital…
Otra vez se equivocaba, hacía el
payaso, si, pero no era solo eso.
Hacía algo maravilloso, hacía
reír a unos niños que necesitaban esas risas tanto como los raros compuestos
que viajaban por sus venas.
El día que acompañó a su medio
novio, a la planta infantil, y vio tanta alegría en niños que a su modo de ver
no tenían nada de lo que alegrarse, recibió la clase más magistral de las que
nunca recibiría en las aulas universitarias. Y se hizo asidua, hasta que sin
darse cuenta pasaba cada vez más horas allí.
Asun® 2 de diciembre de 2012