Casi a la misma hora bajaba al
metro, ese mundo subterráneo de trenes que van y vienen, que abren sus puertas
impersonales, pero llevan en sus entrañas miles de vidas individuales, que se
despojan de su identidad para formar una masa conjunta. A primera hora veía
rostros maquillados, labios recién pintados, gominas en los cabellos y mezcla
de olores a lavandas, jazmines, aromas de jóvenes a vainilla, cocos y frambuesas,
y entre todos ellos a veces, un olor rancio que se comía a los demás, olor a
sudor primario, que se cuela desde la ventana abierta de la pobreza, la
ausencia de educación o la dejadez.
Y a las tres, la vuelta a casa, podría
hacer el camino con los ojos cerrados, otra vez en el metro. Conocía cada
pintada de las paredes, cada peldaño roto en sus escaleras y cada una de las mercancías
expuestas en esas mantas de vendedores anónimos e ilegales, sin rostro que
nadie identifique o reconozca.
Entre todas estas caras hacía tiempo que
Eva buscaba una, con urgencia y deseo, con la desesperación y necesidad con que
se busca el oxigeno del aire en cada respiración.
Necesitaba encontrarla desde que sin
querer había invadido uno de estos cuadrados de tela cuajados de bolsos y
cinturones, una mañana cuando el ir y venir de los viajeros del metro era especialmente
ajetreado. Recibió un empujón y aunque hizo lo imposible por mantener el
equilibrio, había caído sobre el colchón de falsos Loewes y Cartiers. El alto
africano que lo presidía, la levantó, cogiéndola con sus manos enormes y su
fuerza enorme, murmurando algo en cualquier idioma desconocido, con
inconfundible tono de enfado e indignación.
Ella avergonzada y dolorida en cuanto se vio
de nuevo en pie alisó su falda contestando un casi inaudible “lo siento, perdón”
y señalaba a la gente mientras se frotaba el codo. En realidad se había dado un buen golpe, alguna
hebilla de algún cinturón o bolso había arañado su fina piel dejando un rastro
rojo en su blancura.
De nuevo las manos grandes y oscuras se
acercaban a ella, que hizo ademán de retirarse, asustada, y levantó los ojos,
hasta encontrarse con los de él.
Blanco sobre negro. Tierra sobre cielo.
Fuerza sobre dulzura. Miedo contra miedo.
El miedo de ella a sus ojos
tierra, a su tez oscura, negra. A su fuerza rotunda.
El miedo de él a los ojos cielo
de ella, a esa piel clara, fina, blanca. A su fragilidad de paloma asustada.
Después del breve cruce de miradas Eva se
dejó ayudar confiada y entregada a aquel abismo de fuerza y juventud, del que
era un muchacho como ella y se sintió segura.
El aflojó el ímpetu de su brazo, hasta
ofrecer casi una caricia, rendido ante esa suavidad desconocida en una piel,
que le había conmovido y despertado el deseo de su cuerpo joven, el mismo deseo
que vio en los ojos de ella.
Se despidieron con un torpe adiós, y con
un nuevo roce de manos.
Y cada día se buscaban, hablaban
un poco, se estudiaban, aprendían a entenderse y esperaban que la vida les
ofreciera la ocasión de demostrar que hay un mundo posible por encima de la realidad
del blanco sobre negro, tierra sobre cielo.
Asun®16 de junio de 2012