Marie observaba a Antoine. Le había
visto enmudecer paulatinamente y al mismo ritmo aumentar las arrugas que
enmarcaban su frente. Tras tantos años vividos a su lado conocía cada centímetro
de su piel y cada sentimiento de su corazón por ello sabía que le ocurría esto cada
vez que entregaba un encargo.
No importaba si era una hermosa reja o una
simple sartén. Todas las piezas salidas de sus manos, que tenían una inconfundible
calidad y delicadeza, eran para él como hijos paridos de sus entrañas.
Los hijos que ella no había podido darle.
Sus manos tan rudas y grandes, dulcificaban
y daban vida a los metales.
Si por algún revés del destino él tuviera que elegir entre ella y la fragua, Marie
sentía una punzada en su corazón al saber la respuesta. Punzada que se
convertía en puñalada certera, cada vez que le veía acariciar el resultado de
su último encargo.
Una
obra de colosal dimensión y bellísimo conjunto. Doce magníficos cañones, que el
mismo Napoleón vendría a recoger.
Pero ¿podría él entregarlos?
Supo la respuesta la madrugada del día
señalado. Vio partir al Emperador Napoleón I, al Primer Cuerpo de Caballería, a
los doce cañones y… a Antoine.
Asun©10 de mayo de 2015
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