Amelia se terminaba de vestir
deprisa, no quería llegar tarde, pero los nervios la traicionaban y no
terminaba de subirse las medias, que no quedaban bien estiradas.
Miró la falda, um, estaba un
poquito arrugada, pero se la pondría. Por fin fue al cuarto de baño y dio un
rápido cepillado a su pelo, ay, las canas más rebeldes seguían allí.
Bueno un bebé recién nacido no creo que
las distinga, pensó, con una sonrisa en los labios.
Y corrió al salón, donde la esperaba su
marido, en apariencia tranquilo, pero tan inquieto como ella, bastaba verle de
pie, mirando por la ventana y suspirando cuando por fin oyó sus pasos en el pasillo.
Desde que su hija les anunciara que estaba
embarazada, todo se había vuelto del revés. Su hija salía con un muchacho, pero
nunca lo había traído a casa y no creyeron que fuera tan seria su relación. Y
de hecho no lo era. El supuesto papá de la criatura había desaparecido como por
arte de magia.
Siguieron unos días espantosos, Silvia dejó
de comer y de hablar, y ellos no dejaban de gritarse entre sí, hasta que fueron
capaces de olvidarse de sus propios sentimientos y vieron a su hija, o en lo
que se estaba convirtiendo, era apenas un reflejo de la joven de una semana
antes.
Una sombra violácea surcaba su cara debajo
de los ojos, siempre llenos de luz y ahora apagados y enrojecidos. Su expresión
era tan triste, que Amelia se acercó a ella y la rodeó con sus brazos, haciendo
un esfuerzo vano por contener las lágrimas, hasta que dejó de intentarlo y
lloró, junto con su hija, con rabia y vergüenza.
Rabia y vergüenza no de verla así
embarazada y sola, sino vergüenza de ella, y de su marido por no haber sabido
reaccionar.
Su marido la miraba de pie en medio del
salón, estaba como ella, avergonzado y deseando unirse a ese abrazo y ese
llanto. Hasta que así lo hizo.
No saben cuánto tiempo estuvieron así.
Pero cuando se separaron, Amelia se secó los ojos y la cara, e hizo lo mismo
con su marido y su hija. Respiró y les hizo respirar a ellos, y luego tomó la
palabra.
Luego pasó a explicar lo que iban a hacer,
que no era otra cosa que apoyar a su hija en ese nuevo rumbo que la vida le había
trazado, asegurando que si ella era su
mayor tesoro, ese corazoncito que había comenzado a latir en su interior lo
sería aún más.
Silvia volvió a comer y a reír, y a ser la
joven más bonita del mundo. Y muy pronto la mas gordita también.
Los meses pasaban sin sentir, y jamás
habían vuelto a albergar dudas.
Entraron por fin en la maternidad, como
en casi todos los hospitales, hacía calor, pero no lo notaron, buscaron el
ascensor y pulsaron el tres.
Al salir vieron ante sí un pasillo lleno
de ramos y centros de flores, que para no viciar el aire de las habitaciones,
adornaban sus puertas de entrada. Y Amelia pensó que debería haber comprado el
mejor y más grande ramo para su hija, y con ese gesto un poco serio y
compungido entraba en la habitación 3012, la de su niña.
Silvia vio la cara de su madre, y se preocupó
de inmediato, ¿Qué pasaba?
Pero en cuanto se acercaron y vieron a esa
personita que dormía a su lado en el pequeño cuco, sus caras cambiaron.
Su madre y su padre dibujaron una
expresión nueva, porque nuevo era el sentimiento que la provocaba.
Era amor, era orgullo, era alegría, era
cariño, era ternura, era curiosidad, era impaciencia, era un impulso
incontenible de abrazar a ese cuerpecito y comérselo a besos, de cantarle y
arrullarle y no soltarle nunca la mano, de estar siempre a su lado y atentos a
su camino, no dejarle caer y levantarle cuando cayera, arroparle en sus noches
de frío y acompañarle en los momentos importantes de su vida.
Y era miedo, era preocupación, era dolor
por el dolor que pudiera sentir, e inquietud por su futuro, por los sinsabores
que la vida le reservara, por las lecciones por aprender, y la certeza de que
tendría que sufrir, porque el sufrimiento, como la felicidad son las dos caras
de nuestra existencia.
Silvia lloraba sin saberlo, emocionada de
ver como su madre tomaba en brazos a su niño, ese pedacito de ella misma, y se
lo entregaba a su padre que también dejaba caer por sus mejillas un par de
lagrimitas.
Jamás olvidaría Silvia aquella imagen, era
el día más feliz de su vida, y no podía dejar de llorar, mientras su boca hacía
lo contrario, estirarse en la más alegre de las sonrisas.
Y de pronto el momento mágico se rompió
con otro llanto, pero este fuerte, enérgico, lleno de exigencia, recordando que
él, el protagonista no estaba para tantos miramientos sublimes y quería
simplemente que le ¡¡¡¡dieran de comer!!!!
Asun© 15 de octubre de 2012
Qué hermoso comenzar una semana con una dulzura así. Me he llegado a emocionar con tantos sentimientos y tan bien relatados. Mil gracias.
ResponderEliminarBesos
Gracias Luismi, quería hacer ver la importancia de los abuelos, pero al final creo que lo que mas se aprecia es la infinita alegría de la llegada de una nueva vida. Aunque al principio parezca una complicación.
EliminarMe alegro de hacerte empezar bien la semana.
Un beso grande.
Asun me ha gustado el relato, porque de un principio que avecinaba dificultades, se convierte en todo lo contrario en unión y felicidad ante una nueva vida.
ResponderEliminarComo me gusta esta canción que has elegido, que acompaña de una forma tan bonita a tus relatos.
Besotes muy grandotes.
Ariel ya sabes que el mérito de que esto tenga música es tuyo.
EliminarYel relato pues no es mas que algo de lo que me gusta a mi, los finales felices.
Besos.
Es muy emotivo tu relato, nos deja con una sonrisa...
ResponderEliminarBesos
Gracias Gamyr, en estos tiempos conviene mucho sonreir, verdad?
EliminarBesos.
Marta si tienes dos hijos, tienes muchas posibilidades de ser abuela.
ResponderEliminarYo también tengo dos hijos, y la verdad me encantaría serlo algún día, y como bien dices cuando sea su momento, ahora tienen que estudirar y afianzarse en su trabajo. Pero no me gustaría quedarme sin vivir algo tan maravilloso.
Ya se sabe que a los hijos se les quiere pero a los nietos todavía mas.
Besos.