Aún no sabía como podía estar
allí, subiendo en esa “fregoneta” junto al Richard y dirigiéndome a casa de Don
Francisco.
A casa de D. Francisco “el plantao”, quién
sabe cómo sería esa casa, ya me imaginaba yo entrando en la peor de las
chabolas, o “chabolos” y a saber en qué perdido poblado marginal.
Pero cómo negarme a la invitación hecha
con el corazón y con tanta y tanta insistencia, además había dado mi palabra, y
dar la palabra era para él y para mí, lo más sagrado.
Así saludé al Richard, que me ofreció
respetuosamente la mano, en una ceremonia digna de los besamanos que se llevan
a cabo en los salones del Palacio Real en cualquier recepción de sus
majestades. Y me instalé en el asiento de al lado del conductor de la
camioneta, oyendo la retahíla de disculpas de mi acompañante por lo desordenada
y sucia que estaba: zeñoriiita enferma
(así me llamaban todos ellos), dizculpe ezte desorden, ya zabe como noz
dedicamo tós a la chatarra…
Y todo dicho con aquél acento gitano de lo
más genuino que a mí me hacía tanta gracia en el hospital.
En el hospital…, entonces empecé a
recordar aquellos días amargos, que reconozco sin ningún pudor, lo fueron menos
gracias a estos compañeros de fatigas. Lo primero que me había llamado la
atención era lo morenos que eran, igual que yo se la llamaba a ellos por lo
blanquita, aunque yo tenía serias sospechas de que no todo era genética en
ello, sino que algo intervenía el (no) uso del agua y el jabón.
Por fin llegamos. ¿Pero que era aquello?,
todo el poblado, pero todo había salido a recibirme, no solo la familia de Don
Francisco, aunque creo que todos de una manera u otra eran allí familia.
Dos gitanas o dos sevillanas. Sorolla
Una vez pasado el soponcio de la
bienvenida, todo fue sobre ruedas, porque dejé de mirar a mi alrededor
objetivamente y abrí los ojos a esa realidad paralela, la de aquel otro mundo
sucio, destartalado, sin orden ninguno en el trazado de sus amontonadas cajas y
plásticos, que eran en realidad viviendas, donde a veces convivían familias de más
de 10 miembros. Y en medio de todo ello y más regularmente de lo que parecía a
primera vista había unas ristras interminables de ropa tendida secándose al sol
e impecablemente limpia.
Y luego estaban los olores, a veces
rancios o excesivamente fuertes, pero con predominio en esta ocasión a
barbacoa, a asado. Olor que además aumentaba según nos acercábamos a nuestro
destino, el reino de D. Francisco.
Escena valenciana. 1893 Sorolla
Atravesamos unas cuantas cuerdas de ropa y
varias hileras de diversos muebles y complementos de baño, es decir un par de
filas de bañera desconchadas, retretes más o menos lustrosos y lavabos de varios
modelos, algunos para mi asombro del mejor diseño y en perfecto estado para
instalarse en cualquier casa de “mi mundo”.
Y llegamos a un patio rodeado por un
lateral de dos o tres caravanas y por otro de una especie de barranco donde
había tres montañitas de todo tipo de escombros y materiales, que en realidad
me presentaron como “er armasen” (el almacén) o sea donde acumulaban lo que
iban encontrando y más tarde le darían salida en sus negocios o trapicheos. Y
por fin, al fondo estaba la casa, la mansión, er FarconCré, (en alusión a la
serie americana de los 80).
Esta mansión por fuera era una
superposición más de cartones, plásticos y maderas que pretendían formar
paredes y techos. Pero esto era solo fachada, porque por dentro descubrí un
verdadero palacio, donde además, si que había paredes de ladrillo, aunque por
fuera no lo pareciera. Y de la
decoración decir recargada era poco, allí había estatuas, al parecer de mármol,
todo tipo de figuras doradas, cuadros, vajillas. Ná cuatro cozillas y to malo,
to malo, me decía Don Francisco, antojos de mi señora.
Después de conocer la casa y oír por
activa y por pasiva que era mía y para lo que quisiera, nos sentamos en una
enorme mesa preparada para la ocasión. Alrededor de ella cabíamos convenientemente
sentados todos, y todos éramos muchos, pero muchos.
Y comimos y bebimos, sobre todo yo, que
además no estoy acostumbrada. Así pues me puse hasta arriba, o hasta el fondo y
prové todo lo que me ofrecían, sin tener que hacer mucho esfuerzo, por cierto,
pues estaba exquisito. Me llamaron la atención también las frutas, sirvieron
unas bandejas enormes con una variada selección de ellas, nacionales y de todo
el mundo y de una calidad poco corriente. “Ná, ná, que menos pa la zeñorita
enferma, pa que acabe de recoger laz fuerzas que perdió nel lospitá con mi
Manuela”.
Allí los había conocido, en el hospital,
cuando compartí habitación con Manuela. Manuela era una mujer mayor, pero no
tanto por la edad, sino por la vida que le había tocado llevar. Había parido
once veces, todas en su casa y apenas en un par de días estaba trabajando por
los mercadillos y tirando de su prole. Hasta que la conocí porque padecía de la
“visícula” y tuvo que ser operada.
Al principio su llegada a la cama de al
lado fue un caos, porque llegó ella y su supergrande familia, sus gritos, sus
olores, su barro en las zapatillas, palmeos y cantos, todo junto. Alguna
enfermera sugirió cambiarme de habitación ante semejante situación. Y yo me
negué en rotundo, ya que no veía tantos inconvenientes sino una enorme familia
unida y un derroche de cariño y humanidad. De este modo gané su agradecimiento
eterno y su respeto y lo más importante su amor sincero e incondicional.
El baile, 1914/15, Sorolla
El baile, 1914/15, Sorolla

Y todo en medio de la oscuridad que había llegado como puntual invitada
para sellar mi visita.
Así ya muy entrada la madrugada el Richard
me devolvió a mi casa, a mi mundo, mi descolorido, triste, silencioso y sobre
todo vacío de afectos, mundo.
De nuevo repetimos la ceremonia del
besamanos, como al encontrarnos unas horas antes y me dijo solamente “hasta
siempre zeñorita enferma” y me dejó allí, en medio de mi acera, mas sola y desamparada de lo que nunca pensé que podría sentirme. Y
con el corazón mas lleno de lo que jamás pensé me podría caber.
Asun ©4 de noviembre de 2011