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lunes, 24 de febrero de 2014

“Aquellas historias de Marcelina”.




     Siempre me había gustado hacer punto, tejer. Pero nunca había tenido tiempo. O simplemente no me había llegado el momento y este parecía ser ahora, tal como las piezas van componiendo un rompecabezas y no tienen orden a la hora de irse colocando, así es la vida que se empeña en llevarnos a donde no queremos ir, y a mí me había traído al borde de mis 50 años, a un abismo tan profundo como esas cataratas de película donde el agua se precipita sin remedio. Solo que en vez de ser una caída hermosa ese precipicio acuático era para mí una verdadera caída libre. Y aún estaba a medio camino de recorrerla y no sabía cómo quedaría después de tocar fondo.
     Así que al cabo de cinco años de mi separación y de seis meses de que mi hija mayor me anunciara que se iba a vivir con su novio, estoy sola con mi hijo, organizando lo poco que queda de mi vida y lo mucho de tiempo libre que me queda todos los días.
     No tengo trabajo, y mi salud, mi mala salud, tampoco me permite aceptar cualquier oferta, si la tuviera. Afortunadamente no tengo grandes, ni pequeños vicios, ni una vida social ajetreada, (que fino suena eso), en fin que mis gastos son los mínimos, la comida y los normales del mantenimiento de la casa. El mayor gasto se lo lleva mi hijo con la universidad, pero está perfectamente bien empleado, pues hay que decir que es un estudiante ejemplar, y eso con esta familia desestructurada que le ha tocado en desgracia ya es un gran mérito.
     La casa en la que vivo es propiedad de mi ex marido, pero al no tener yo otra vivienda, ni posibilidades y dado que mis hijos eran menores cuando nos separamos aún sigo en ella.
      Es un piso de más de 50 años. Y en consecuencia los vecinos son todos más que de la tercera edad, de la cuarta o la quinta. Sin ir más lejos el invierno pasado enterramos a tres, pero todos de muertes naturales acordes a sus edades, uno de ellos tenía 92 primaveras.
      Hoy volvía de por el pan cuando me encontré con Marcelina, ella es la vecina del 2º y tiene 82 añitos. Pero además de tener una autonomía que le permite vivir sola, tiene la cabeza en su sitio y de qué manera, para mí la quisiera yo y la mitad de la humanidad. Y goza de un carácter envidiable, de tal forma que me alegra el día cada vez que coincidimos. Ella venía de comprar unos ovillos de hilo de perlé, pues tiene un compromiso del nacimiento de una nieta de una vecina de su pueblo, y le tenía que hacer unas braguitas para cuando la nena llevara vestiditos lucirlas como Dios manda.
     Además me relató todos los proyectos en los que andaba metida, algunos ya empezados y otros por terminar de concretar. Cuando terminó de hablar, yo solo de oír semejante actividad me sentía exhausta y me lo debió notar pues sin pensarlo dos veces me invitó a pasar a descansar a su casa.
     
Así sentadas en su acogedor cuarto de estar y entre sorbos de un vaso de agua para mi sofoco, le comenté que a mí siempre me hubiera gustado tejer. Palabras más mágicas que el Abra Cadabra fueron aquellas, pues su cabeza voló para organizar unas sesiones de labores que comenzarían esa misma tarde, después de la novela de sobremesa. Para empezar podía, según ella, atreverme con algo sencillo, una bufanda sería lo ideal.
     Y así comenzaron nuestras tardes de mutua y maravillosa compañía, donde alrededor de los ovillos y tintineo de las agujas Marcelina me contaba cada día una historia, a veces un pasaje antiguo de su infancia que se le venía a la cabeza, o un acontecimiento
inesperado en su pueblo, algo sobre sus amigas de juventud, o de cuando vivió en Barcelona con una tía lejana, o como se casó de negro porque era lo que tocaba en aquella negra España de los años cincuenta…




Asun ©16 de octubre de 2011
Imagen tomada de la red.