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domingo, 2 de diciembre de 2012

Haciendo el payaso.


     
El tren aminoraba su marcha, las vías se estrechaban cada vez más, para terminar en un gélido anden. Sonrió, por un momento, pero se contuvo al ver el semblante serio de su padre, y los ojos de su madre, siempre chispeantes y llenos de vida, hoy nublados como el día.

Su padre se equivocaba, pero aunque se equivocaba, tenía razón.

    Se equivocaba al decir que ella no podría imaginar el dolor que sintió su madre cuando supo que estaba todo el día en el hospital, suponiéndola enferma. Tan gravemente enferma, como para abandonar sus estudios en la universidad. Tan fatalmente enferma que no había sabido como contárselo a ellos, sus padres.

    Y tenía razón, al tacharla de inconsciente, de egoísta, de irresponsable y de todos los demás adjetivos que su desahogo hacía brotar desde el fondo du su corazón.
Seguían en el andén, clavados en el frío granito, helado en aquella mañana de diciembre. La maleta a su lado, y su madre enfrente, con sus preciosos ojos claros navegando en un mar que luchaba por salir. Ahora la pregunta que le martilleaba en su mente no era ya la de ¿Cómo se lo voy a contar?, sino ¿Cómo he podido no habérselo contado?
    Y mientras, en el aire flotaba el eco de las últimas palabras de su padre:

- Tu madre y yo pensando que te morías y tú haciendo el payaso en el hospital…

Otra vez se equivocaba, hacía el payaso, si, pero no era solo eso.

Hacía algo maravilloso, hacía reír a unos niños que necesitaban esas risas tanto como los raros compuestos que viajaban por sus venas.
El día que acompañó a su medio novio, a la planta infantil, y vio tanta alegría en niños que a su modo de ver no tenían nada de lo que alegrarse, recibió la clase más magistral de las que nunca recibiría en las aulas universitarias. Y se hizo asidua, hasta que sin darse cuenta pasaba cada vez más horas allí. 



Asun® 2 de diciembre de 2012