Páginas

sábado, 16 de junio de 2012

Blanco sobre negro, tierra sobre cielo.


 
     Eva hacía todos los días el mismo camino de ida y vuelta al trabajo.

Casi a la misma hora bajaba al metro, ese mundo subterráneo de trenes que van y vienen, que abren sus puertas impersonales, pero llevan en sus entrañas miles de vidas individuales, que se despojan de su identidad para formar una masa conjunta. A primera hora veía rostros maquillados, labios recién pintados, gominas en los cabellos y mezcla de olores a lavandas, jazmines, aromas de jóvenes a vainilla, cocos y frambuesas, y entre todos ellos a veces, un olor rancio que se comía a los demás, olor a sudor primario, que se cuela desde la ventana abierta de la pobreza, la ausencia de educación o la dejadez. 

     Y a las tres, la vuelta a casa, podría hacer el camino con los ojos cerrados, otra vez en el metro. Conocía cada pintada de las paredes, cada peldaño roto en sus escaleras y cada una de las mercancías expuestas en esas mantas de vendedores anónimos e ilegales, sin rostro que nadie identifique o reconozca.

     Entre todas estas caras hacía tiempo que Eva buscaba una, con urgencia y deseo, con la desesperación y necesidad con que se busca el oxigeno del aire en cada respiración.

     Necesitaba encontrarla desde que sin querer había invadido uno de estos cuadrados de tela cuajados de bolsos y cinturones, una mañana cuando el ir y venir de los viajeros del metro era especialmente ajetreado. Recibió un empujón y aunque hizo lo imposible por mantener el equilibrio, había caído sobre el colchón de falsos Loewes y Cartiers. El alto africano que lo presidía, la levantó, cogiéndola con sus manos enormes y su fuerza enorme, murmurando algo en cualquier idioma desconocido, con inconfundible tono de enfado e indignación.

     Ella avergonzada y dolorida en cuanto se vio de nuevo en pie alisó su falda contestando un casi inaudible “lo siento, perdón” y señalaba a la gente mientras se frotaba el codo. En  realidad se había dado un buen golpe, alguna hebilla de algún cinturón o bolso había arañado su fina piel dejando un rastro rojo en su blancura. 

     De nuevo las manos grandes y oscuras se acercaban a ella, que hizo ademán de retirarse, asustada, y levantó los ojos, hasta encontrarse con los de él.

     Blanco sobre negro. Tierra sobre cielo.
     Fuerza sobre dulzura. Miedo contra miedo.

El miedo de ella a sus ojos tierra, a su tez oscura, negra. A su fuerza rotunda.
El miedo de él a los ojos cielo de ella, a esa piel clara, fina, blanca. A su fragilidad de paloma asustada.
     Después del breve cruce de miradas Eva se dejó ayudar confiada y entregada a aquel abismo de fuerza y juventud, del que era un muchacho como ella y se sintió segura.
     El aflojó el ímpetu de su brazo, hasta ofrecer casi una caricia, rendido ante esa suavidad desconocida en una piel, que le había conmovido y despertado el deseo de su cuerpo joven, el mismo deseo que vio en los ojos de ella.

     Se despidieron con un torpe adiós, y con un nuevo roce de manos.
Y cada día se buscaban, hablaban un poco, se estudiaban, aprendían a entenderse y esperaban que la vida les ofreciera la ocasión de demostrar que hay un mundo posible por encima de la realidad del blanco sobre negro, tierra sobre cielo.




Asun®16 de junio de 2012