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martes, 25 de octubre de 2011

Musa (Dedicado en su momento a un amigo que perdió a su fiel compañero, su perro "Cuco")

"Musa"
Hay una etapa en la vida de las personas, que aunque dentro de la niñez debería llamarse necesidad animal, o algo así. Es cuando los niños quieren por encima de todo tener un perrito o cualquier otro ser vivo como mascota, para quererle, cuidarle y hacerle su fiel cómplice y confidente. Eso le ocurría a Menchu. Quería un perrito y todos los días durante varias horas su único objetivo era dar la lata con esa petición, entre lloriqueos, gritos y todo tipo de argumentos infantiles.
Pero el único tiempo que su madre dedicó a semejante causa fueron los tres segundos que tardó en decir tres veces que no: Que no, que no y que no. Bastante tenía ella con sus cinco hijos, su marido y las dos tías que venían todos los fines de semana a disfrutar de los niños.
Pero el caso es que fue que sí. Julián, el hijo pequeño hizo su primera comunión, que entonces era más obligatoria que ahora, y más sentida también y sobre todo más simple, pues se celebró en casa con una merienda lo más surtida posible de embutidos y café o chocolate con suizos. Y ese día el hermano mayor de Julián se presentó con un perrito de regalo. Para entonces Menchu había pasado ya la etapa de necesidad animal, pues tenía 12 años, pero lo celebró igual.
Y así llegó Musa, porque era hembra. Musa era chiquitita y no porque fuera aún un cachorro, es que no creció más. Tampoco tenía raza, bueno si acaso era de raza “superviviente”, como se demostró más adelante. Y era vasca, eso sí, del mismo Bilbao, pues Julián aseguraba que se la habían traído de allí.
Así que se quedó en casa, pero con la condición de que en cuanto llegara el verano la llevarían al pueblo con los abuelos.
Musa era un terremoto, al único que respetaba era al padre, el Sr Abdón, lo más seguro porque era el que tenía la zapatilla más grande y más fuerza para emplearla. Pero curiosamente también era al que más quería. Se volvía loca cada vez que él volvía de trabajar. Lo sabía desde mucho antes de que llegara al portal y comenzaba a dar unas carreras locas desde la última habitación hasta la entrada. Y cuando oía las llaves en la cerradura era ya un no saber de qué manera hacer volteretas, como ladrar, aullar, sacar la lengua, y mover el rabo frenéticamente.
Y era así todos los días, menos el que varió el recorrido, y fue corriendo desde el recibidor a la terraza del comedor, con la mala suerte de que no frenó a tiempo y se coló por los barrotes.
Como la hora de la comida era de gran actividad en la casa, ya que sentar a todos en la mesa no era tarea fácil, no se dieron cuenta de que faltaba Musa. Y se quedaron helados cuando llamó un vecino y les dijo “que se os ha caído el perro”.
Los más pequeños empezaron a llorar ruidosamente, los mayores estaban paralizados, y los padres no sabían qué hacer, hasta que Abdón bajó a ver qué había ocurrido con Musa, mientras pensaba sin ocultar su congoja, “Demonios de chucho, en qué hora le metimos en casa”. Cuando subió no se atrevían a mirar, pero una vez la dejó en su cajón, la examinaron detenidamente. Al menos por fuera no parecía tener nada grave, y eso que vivían en un tercer piso. Solo el rabo espachurrado y torcido hacia un lado, y tenía en sus ojos la expresión de cuando hacía la peor de las travesuras y parecía estar esperando el zapatillazo de su parte. En lugar de eso el padre la trataba casi con la misma dedicación que a sus hijos cuando estaban enfermos y él se asustaba tanto.
Inmediatamente hubo procesión de todos los vecinos a dar el pésame, con desilusión incluida al ver que no era necesario. Y la Sra Victoria, que tenía un chiguagua, que parecía iba a ser eterno igual que ella, aconsejó dejarla que comiera lo que quisiera y darle entre medias de la comida una aspirina, pues era seguro que tendría dolores.
Y solo cabía esperar a ver qué pasaba, pues ir al veterinario era por entonces una idea tan exótica, que ni se les pasó por la cabeza. Y si por fin no se recuperaba, su sentido práctico les decía que así era la vida, y no había nada más que hacer.
Pero se recuperó, claro que se recuperó. Al segundo día ya salía de su cajón y al quinto quería subirse en su sitio del sofá. Y a la semana intentaba las volteretas cuando Abdón volvía del trabajo. Lo que nunca volvió a tener derecho fue el rabo, que ahora movía de manera aún más escandalosamente divertida.

Asun. 30 de Agosto de 2011